José María Marbán
El fotógrafo (…) le pisa los talones al trapero, una de las figuras favoritas de Baudelaire para caracterizar al poeta moderno:
Todo cuanto la ciudad desechó, todo cuanto perdió, todo cuanto desdeñó, todo cuanto pisoteó, él lo cataloga y colecciona.
Susan Sontag1
Hasta la fecha, la obra de José María Marbán ha girado en torno al paisaje, ya sea en su vertiente realista y descriptiva o en producción más abstracta, tomando invariablemente este género como punto de origen o como elemento de anclaje a lo real.
En esta muestra también el autor nos sitúa ante un universo paisajístico que nos abisma y nos inquieta a partes iguales. En un primer acercamiento su propuesta puede resultar incómoda, incluso desasosegante. Y esto no sólo sucede por su particular concepción del motivo –un paisaje fuertemente connotado y degradado–, sino también porque a través de él podemos vislumbrar un modo particular de entender el momento histórico que habitamos. En estas imágenes el autor nos somete a su personal punto de vista sobre el modelo tardocapitalista del que somos tanto protagonistas como víctimas. Adoptando el papel del merodeador, Marbán nos obliga a mirar una realidad reencuadrada, particularmente sesgada. Aquí el enfoque subjetivo que el autor utiliza resulta crucial para evidenciar tanto sus inquietudes estéticas como las que directamente conciernen a la producción de sentido.
No debemos dejarnos engañar por la fingida neutralidad que estas imágenes emanan. La aparente frialdad e imparcialidad del objetivo fotográfico (que captura detalles incluso invisibles a través de la experiencia directa sobre el terreno) resulta automáticamente soslayada por la mente del creador que interpreta la realidad para apropiársela, para dar su personal versión sobre ella. Nos situamos pues ante el paisaje escrutado por una lente quirúrgica y mecánica, es cierto, pero que no parece en absoluto inocente. Al contrario, esa realidad mediada por la cámara va a ser reinterpretada por Marbán en clave poética, matizada por un filtro de tintes nostálgicos, que nos habla inevitablemente de derrota, de distopía y de paraíso perdido.
En una primera imagen, titulada End of Road, nos sitúa al final de una carretera que parece no conducir a ninguna parte, generando inevitablemente una frontera visual y también cultural entre el espacio donde termina el camino asfaltado y donde comienza el sendero de tierra que continúa roturando el paisaje agreste. Lo mismo sucede con las irregularidades que surgen sobre el terreno recién asfaltado en obras como Landscape IV (donde un profundo surco de tierra brota en mitad de la carretera como herida, como incisión abierta y aún sangrante), o con esa valla oxidada de Terminal Tour que impide el paso a un sendero convertido en vertedero, donde ya no sabemos diferenciar muy bien qué territorio es el que está dividiendo en realidad. Los espacios elegidos por Marbán son lugares intermedios, casi siempre fronterizos, lugares que se sitúan a caballo entre la naturaleza y el mundo civilizado. Estos enclaves que el autor elige estratégicamente rompen con la idea clásica del paisaje al uso. Sus escenas nos sacuden abruptamente, produciéndonos un shock psicológico y visual, puesto que no responden a los estereotipos adquiridos sobre la idea de paisaje idílico que esperábamos. Más bien al contrario, nos hacen conscientes de lo lejano que resulta ya para nosotros ese mundo natural que siempre anhelamos y al que contemplamos desde la distancia, desde esta otra orilla civilizada.
En esta serie, su propuesta no admite concesiones a un pintoresquismo ingenuo, donde la sorpresa placentera o el encanto salvaje constituyen el motivo principal de las obras. Aquí, en cambio, los lugares resultan difícilmente identificables ya que nunca muestran sus señas de identidad. En realidad podrían ser ubicados en cualquier paraje y, en este sentido, activan la memoria del espectador para bucear en nuestra propia experiencia vivida. Nos sitúan ante un sinfín de escenarios posibles que casi todos hemos experimentado en espacios similares a los aquí mostrados; unos espacios salpicados de despojos y vestigios de un pasado más heroico.
Por esa misma razón, en estos escenarios olvidados ya no hay identidad posible ni características específicas que podamos distinguir fácilmente. Más bien al contrario, se trata de espacios sin atributos específicos, tierras de nadie que parecen haber sido abandonadas a su suerte.
Sin embargo, estos No man’s land adquieren una carga metafórica inusitada como serie porque en todos ellos podemos distinguir un leitmotiv común. Todos ellos emergen como espacios deshabitados, a veces devastados, lugares de paso donde nadie pretendería permanecer durante demasiado tiempo. Aunque se encuentren en plena naturaleza, sin embargo, no son lugares bucólicos ni paradisíacos donde pararse a descansar o a contemplar. En este sentido, podríamos asumirlos como distopías, o No lugares, en el sentido que le daba Marc Augé a estos escenarios.2
Si para Augé los Lugares están provistos de un fuerte sentido identitario, puesto que se configuran como espacios relacionales y que poseen a su vez una fuerte carga simbólica para quienes los habitan, por contra, los escenarios que Marbán nos propone carecen de todas y cada una de esas cualidades. En este caso, se han convertido en espacios inespecíficos, territorios que pasarían desapercibidos ante cualquier mirada, puesto que no son especialmente bellos ni particularmente reconocibles.
Pero, en una vuelta de tuerca singular, estos espacios deshumanizados adquieren un carácter insólito. Los títulos que acompañan a cada escena les otorgan, en muchos casos, la condición de territorios cotidianos. Aunque hayan sido fotografiados siempre en grandes extensiones despobladas, los pies de foto les dotan irónicamente de cualidades propias de esos otros espacios urbanos donde la gente sí que habita. Obras como Invernal Room, Living Room o Street lamps, nos evocan esos “territorios otros” que nada tienen que ver con los que estamos contemplando. El carácter íntimo y acogedor de un dormitorio o de un cuarto de estar se encuentra bastante lejos de estos lugares donde aparecen esparcidos y huérfanos –salpicando las escenas– viejos colchones, sillas volcadas, farolas que no alumbran nada o bancos a la espera de ser ocupados en mitad del bosque que se abre tras ellos. En otras ocasiones, de entre la vegetación abrupta surgen viejas cajas de cartón (a modo de refugio para homeless), postes telefónicos, indicadores olvidados que ya no señalan ni delimitan prácticamente nada, o vallas desvencijadas que separan territorios que no parecen diferenciarse entre sí. Tras esos viejos hierros oxidados se esconde, sin duda, lo que en su día fue promesa de una funcionalidad ahora perdida, de una utilidad olvidada para la que fueron enclavados precisamente allí.
Otros títulos, como Terminal City, proponen un guiño particular a la serie del mismo nombre con la que el artista Roy Arden registró los efectos transformadores que la modernidad capitalista había producido sobre el paisaje de Vancouver. Como él mismo afirma, “lo ‘rústico urbano’ surgió como una categoría necesaria para un relato adecuado de la modernidad”.3
En estos espacios aparentemente salvajes aparece de forma indeleble la huella constante del ser humano, bien mediante la presencia de enseres abandonados, de desperdicios que salpican los caminos o bien a causa de diversos elementos del mobiliario industrial que se erigen como rastros desvalidos de un tiempo ya ido, como monumentos de un pasado reciente o esculturas engullidas por la voracidad de una naturaleza que se obstina en abrirse camino y agrietar las propias fronteras entre lo que un día el ser humano se empeñó en separar de sí mismo, como algo extraño y ajeno.
1 SONTAG, Susan (1973): On Photography. Traducción al castellano en Sobre la fotografía, Barcelona, Edhasa, 1992, pág. 88.
2 Augé, Marc, (1992): Los no lugares. Espacios del anonimato. Una antropología de la sobremodernidad, Barcelona, Gedisa, 2000.
3 ARDEN, Roy (1999): Terminal City, Salamanca, Ediciones Universidad de Salamanca, pág. 5.